La parábola musical de Carlos de Carlos Silva Bonilla
Carlos Silva Bonilla vio la luz en el puerto pluvial de Barrancabermeja, Santander, el 30 de enero de 1958, una ciudad que, amén de la actividad petrolera, es conocida por su diversidad cultural y musical. No en vano se habla de ella como “un crisol de culturas que se refleja en su rica tradición musical. Con influencias de ritmos indígenas, africanos y europeos, la música popular de esta región es tan diversa como su gente”. [1] Su canción más famosa es La pollera colorá, cuya letra es del maestro Wilson Choperena, hijo adoptivo de esa ciudad.
Ese entorno y la influencia de su familia fueron definitivos para que Carlos Silva se decidiera por las notas musicales. De hecho, su padre era un músico talentoso. -Mi padre se llamaba Vicente Silva Amarís, era de Lorica, Córdoba, pero desde muy joven se radicó en Barrancabermeja-, dice.
Don Vicente se recibió de Ingeniero de petróleos en la Universidad de Antioquia, gracias a lo cual se vinculó a Ecopetrol, donde aprendió a tocar el saxofón con instructores norteamericanos contratados por la empresa para sus programas recreativos, “y en la medida en que su trabajo se lo permitía, se dedicaba a la música”. Es decir, alternaba su actividad profesional con el pentagrama. “Estuvo con Los Diablos del Ritmo, con Pello Torres y con varias agrupaciones del puerto petrolero”, precisa su hijo.
En esas circunstancias, la carrera musical de Carlos inició a temprana edad. “Comencé a interesarme por la música cuando cursaba el bachillerato”, y como era un buen estudiante, su padre, que ya sabía de su afición, un día lo sorprendió con un regalo que 50 años después lo sigue conmoviendo. “Él llegó una tarde del trabajo, se sentó en el almacén de un señor que vivía diagonal a nuestra casa a tomarse unas cervezas y me mandó a llamar. Me dijo que escogiera el regalo que quisiera. Y yo escogí una guitarra. Esa fue mi primera guitarra”.
La enseñanza del instrumento corrió por cuenta del dueño del almacén, “que era un buen guitarrista. Ese señor, me acuerdo tanto, se llamaba Guillermo Valencia, él me inició con los primeros acordes y después yo seguí solo, seguí solo y estudiando”, recuerda.
Cuando alcanzó la mayoría de edad se mudó a la capital del país, “porque a mi padre, que era directivo de Ecopetrol, lo trasladaron para Bogotá”. En esa ciudad continúo sus estudios e hizo contacto con varios grupos que interpretaban música tropical. Se matriculó en la Universidad Nacional de Colombia, donde se vinculó a distintos clubes literarios, pero al poco tiempo abandonó los estudios, regresó a Barrancabermeja y entró a trabajar en la empresa Ecopetrol a instancias de su padre.
A partir de ese momento combinó su pasión por la música con su trabajo como operador de producción, Y a pesar de las exigencias del empleo, siempre encontró tiempo para el desarrollo de su vocación, participando en diferentes grupos, explorando ritmos y estilos, especialmente la salsa y la música tropical. Esta dualidad entre su carrera profesional y su amor por la música ha sido una constante en su vida.
Ahora bien: cuando se retiró de Ecopetrol para darle paso a su hermano Germán en la empresa, viajó a Barranquilla y se residenció en la casa de su tío político Mario Fontalvo, “que por entonces era el director la Protesta de Colombia, la orquesta en la que se inició el gran Joe Arroyo”, dice. Con ese y otros grupos de La arenosa estuvo por espacio de 2 años hasta que lo alcanzó la noticia de que en La Guajira estaban pasando cosas muy interesantes en materia musical. Por esos años ya su señora madre se había residenciado en Riohacha luego de separarse del padre de Carlos.
El abrazo guajiro
Llegó a La Guajira en 1979. El departamento era por entonces escenario de la llamada bonanza marimbera, una nueva economía que ofreció “movilidad social, urbanización y reconocimiento a un sector creciente de la población local, especialmente hombres de clase baja rural y urbana que habían estado esperando en vano que las élites regionales y el gobierno nacional cumplieran sus promesas de modernización”[2].
El cambio de residencia fue crucial para su desarrollo musical. En La Guajira se unió a la agrupación vallenata La Renovación Guajira, que lideraba Guzmán Peñaranda y en cuya nómina figuraban artistas como Pedro Salas, Fidel Mejía, Beto Molina, Ramelis Brito, Adiel Vega, Genaro Ramos, el Negrito Rosado, “que aprendió a tocar conmigo y ahora está con Carlos Vives”. Según Carlos Díaz Figueroa, acordeonero y director de la Escuela de música vallenata tradicional Sendero de acordeones, “La Renovación Guajira fue una verdadera escuela de la que salieron muchos valores en el arte musical que luego brillaron en otros grupos”.
En la Renovación comenzó a tocar el bajo, lo que le permitió explorar nuevas facetas de su talento musical. Y dado que la agrupación era muy solicitada, pudo interactuar con músicos famosos enriqueciendo su experiencia y habilidades. “En una ocasión le hicimos un reemplazo a Diomedes Díaz en la feria de San Sebastián de San Cristóbal, Venezuela”, recuerda.
Y fue gracias a su pertenencia a la Renovación Guajira que se produjo su encuentro con los Hermanos Zuleta. Ocurrió en una ruidosa celebración que se realizó en un pueblo vecino de la capital guajira. “Fuimos a tocar un cumpleaños en la casa de Sócrates Barros y al final de la tarde llegaron a la fiesta Poncho y Emiliano”, pero no trajeron el conjunto completo, como sí lo hizo la Renovación, pues “ellos venían era a parrandear con caja, guachara y acordeón, es decir, con el conjunto típico”. Al percatarse de su presencia, Poncho dijo que “si está toda la agrupación, vamos a pedirle el favor a estos muchachos que nos acompañen”. Dicho y hecho. Carlos y los demás músicos no cabían de la felicidad.
Los Hermanos Zuleta quedaron satisfechos con el acompañamiento del conjunto de Guzmán Peñaranda, pero fue uno de sus integrantes quien más les llamó la atención. “Omairo Oñate, representante del conjunto, me llamó aparte. Recuerdo que el difunto Guzmán Peñaranda y Pedro Salas enseguida dijeron: ¡Anda!, ¡se llevaron al cachaco!”. Y no andaban muy equivocados, pues eso exactamente era lo que estaba a punto de suceder. “Omairo me dijo, “vea, a Zuleta le gustó como tocas tú, y nosotros estamos necesitando un bajista, queremos que empieces la próxima semana”. “No se diga más”, dijo Silva.
Este encuentro fue un punto de inflexión en su carrera, ya que le abrió las puertas a nuevas y ricas experiencias. Aunque no alcanzó a grabar con Los Zuleta debido a que Poncho y Emilianito se separaron, las múltiples presentaciones que realizó con el famoso conjunto le pavimentaron el camino para seguir cualificando sus notas.
Posteriormente, y gracias a su compadre César Arismendi, se vinculó a la Banda departamental de La Guajira, donde comenzó como atrilero. En esta nueva etapa participó en diversas presentaciones, viajando y representando al departamento en diferentes eventos. Pero un día apareció una oferta que no podía rechazar y entró en conflicto con el director de la banda. Una cadena de acontecimientos inesperados pero inscritos en la dinámica social de la época, le sirvieron en bandeja de plata (o de plomo) esa oportunidad. Los hechos hablan por sí solos.
“Ese es el pollo”
El 13 de octubre de 1981, Camilo Torres, bajista de Los Betos del vallenato, fue herido de bala en Riohacha en medio de un enfrentamiento entre las familias Gómez y Pinto, que por entonces libraban una guerra sin cuartel. Torres y el Zurdo Ustaris, también integrante del famoso conjunto, se desplazaban en una camioneta 4 puertas en compañía de El gavilán mayor, cabeza visible de la familia Gómez Castrillón, cuando fueron atacados por uno de los miembros del clan Pinto.
El famoso gavilán de la famosa canción había invitado a los dos músicos a seguir la parranda en su residencia, pero sus enemigos tenían otros planes y literalmente le aguaron la fiesta. Torres fue remitido al hospital local, donde se le atendió diligentemente, pero Villa y Zabaleta quedaron en graves aprietos porque al día siguiente debían continuar el toque en la fiesta de matrimonio para la que habían sido contratados, esta vez en casa del novio. Se necesitaba con urgencia un bajista que reemplazara al malogrado Camilo.
Y fue allí donde apareció en escena Carlos Rojas Ramírez, conocido en los círculos de la política y del folclor como El gallo blanco, quien le ofreció a su amigo y compadre de toda la vida, Alberto Zabaleta Serrano, resolverle el problema. “Le tengo el pollo”, dijo, y salió en su busca. Y el pollo no era otro que Carlos Silva Bonilla, que en ese momento hacía parte de la banda departamental bajo la dirección del maestro Carlos Espeleta Fince, una verdadera institución del movimiento musical de la península y reconocido por su regia disciplina y amor al oficio. Y Carlos Silva no lo pensó dos veces: se fue con el uniforme de la banda a aportarle sus notas al cantante de El Molino, y desde entonces se mantuvo en la nómina del conjunto, alternándose entre el nuevo grupo y su cargo oficial como integrante de la banda departamental, hasta que el maestro Carlos Espeleta, cansado de sus continuas ausencias, le planteó una disyuntiva radical al gobernador de la época, Luís Felipe Ovalle: “o se va él o me voy yo”. Y se fue Carlos Silva.
Y es que por sus múltiples compromisos con una agrupación que tocaba hasta tres veces por semana, a Silva le era completamente imposible cumplir con los ensayos y presentaciones de la banda departamental, pese a que tanto el gobernador como su secretario de educación estuvieron siempre dispuestos a justificar sus salidas o corredurías por medio país. Era la forma de expresarle el aprecio y la estimación al amigo de juergas y parrandas “que iba para donde lo jalarán”. Pero la situación se volvió insostenible con un hombre de la seriedad y sentido del deber del maestro Espeleta.
Carlos le dijo adiós a la banda y se dedicó de tiempo completo a ejercer como músico vallenato con Los Betos, grupo con el alcanzó a participar en varias grabaciones, entre ellas Canciones lindas, de 1985, que incluye éxitos como El dueño tuyo, Mi hoja de vida, Por siempre sola y el que le da título al LP, entre otras.
Tras su exitoso paso por Los Betos se vinculó a la agrupación de Silvio Brito y Osmel Meriño. En 1987 participó con el conjunto en el vol. 13 de Fiesta Vallenata. El tema que grabaron es un himno de la ciudad que le da nombre: Villanueva mía, de Hernando Marín.
Tres años después volvió a los estudios con Silvio y Osmel, “tuve la oportunidad de grabar uno de los grandes clásicos del vallenato de todos los tiempos, Historia de amor, de la autoría de mi amigo Nelson Fuentes, quien, tristemente, no alcanzó a escuchar la grabación porque una semana antes del lanzamiento del disco murió en circunstancias trágicas”, dice. El tema aparece en el Volumen 16 de Fiesta vallenata, de 1990.
No pensé que al pasar el tiempo
Después de olvidarnos, todo fuera así
No imaginé que en la distancia
Al pasar los años te encontraría a ti.
Ese mismo 1990 también prestó sus notas para el disco Apaga la luz, en el cual figuran temas tan populares como Ay mi llanura (Arnulfo Briceño), Sobre mi vida y la tuya (Iván Ovalle), En nombre de Dios (Marciano Martínez), etc.
Su carrera continúo con la agrupación de Iván Villazón, conocido como la Voz tenor del vallenato. “Cocha Molina y Villazón me mandaron a llamar para que los acompañara en varias presentaciones. La paga era buena y acepté”, recuerda Carlos.
Cerró su ciclo con los grandes conjuntos en la agrupación de Jorge Oñate y Álvaro López, en la que permaneció por espacio de 2 años. En ese lapso participó en la producción titulada Mi mejor momento, una de las más exitosas de El Jilguero de América, publicada en 1991.
El legado
En el mundo del vallenato la música no solo es el reflejo del alma de la región Caribe. Es también un testimonio de los talentos que han dejado una huella imborrable en este género. Entre ellos se encuentra Carlos Silva, un bajista cuya maestría y dedicación lo llevaron a codearse con algunas de las grandes leyendas del vallenato, como Poncho Zuleta, Jorge Oñate, Beto Zabaleta, Silvio Brito, Jorge Celedón y Diomedes Díaz (a quien acompañó en varias presentaciones). Pero su legado no solo se mide por las grabaciones en las que participó o las presentaciones que realizó en las más importantes plazas del país, sino también por la influencia que ha ejercido en las nuevas generaciones de músicos.
Son 40 años los que Carlos ha dedicado a la música. Al cabo de la jornada no tiene plata, pero si la satisfacción de haber convertido la música en un gozoso proyecto de vida que arroja como saldo grandes amigos y muchas historias y anécdotas. De hecho, de Carlos se podría escribir un anecdotario completo. Sus correrías por pueblos y caseríos lo llenaron de historias en las que brilla el humor que engalana a sus congéneres de oficio.
Actualmente está dedicado a la docencia y a la producción musical para diferentes artistas locales, nacionales e internacionales. De hecho, ha sido productor y músico de trabajos de varios intérpretes vallenatos, entre ellos Rolan Pinedo Daza, Roger Bermúdez Villamizar, Álvaro Cuello Blanchard, etc. Por ese y otros logros, Carlos Silva “merece un gran reconocimiento, su aporte a nuestra música tradicional vallenata es incuestionable”, sostiene el maestro Carlos Díaz.
[1] Explorando la Música Popular de Barrancabermeja: Ritmos y Tradiciones de la Cultura Colombiana. https://www.colombiahistorica.com/musica-popular-en-barrancabermeja-colombia/
[2] Britto, Lina. El boom de la marihuana. Editorial Planeta Colombiana. 2022.
PROYECTO APOYADO POR EL MINISTERIO DE LAS CULTURAS, LAS ARTES Y LOS SABERES. PROGRAMA NACIONAL DE CONCERTACIÓN CULTURAL.
Coordinación: Carlos Yesid Lizarazo
Investigación y Textos. Orlando Mejía Serrano
Asesoría: Mario Alfonso Puello Barbosa